Transcurridos los noventa minutos del primer careo televisivo que anoche enfrentó a los aspirantes a presidir la Casa Blanca, el interrogante fue unánime: ¿Qué le ocurrió a Barack Obama?.
Según Felipe Sahagún, "si pierdes un debate que casi todos esperan que ganes, la derrota sufrida es doble". Y es que, a 33 días de las elecciones, Obama se presentó ayer ante ese expectante porcentaje de indecisos como un candidato desenfocado más próximo al alter ego de Woody Allen en Desmontando a Harry que al presidente al que muchos esperan ver reelegido el próximo seis de noviembre.
Serio y cabizbajo hasta en el broche final del debate -ese golpe de efecto en el que los televidentes le brindan su particular "si quiero" definitivo al candidato que ha logrado seducirles-, no es que Obama no lograra traspasar la pantalla, es que más bien desapareció de ella. Si bien en lo sustancial ninguno de los dos contrincantes cometió fallos relevantes, fue Mitt Romney quien, contra todo pronóstico, se mostró seguro y relajado, llegando incluso a bromear sobre el vigésimo aniversario de boda de su oponente, admitiendo lo "poco romántico" que suponía tener que pasarlo junto a él después de que Obama le prometiera públicamente a su esposa Michelle que la próxima vez no lo celebrarían "delante de 40 millones de personas".
En cualquier caso, la buena noticia es que el terreno resbaladizo de la economía en el que hoy en día patinan todos aquellos que aspiran a alcanzar o mantener la presidencia, parece haber quedado atrás.
La mala, es que, si este es el Romney que vamos a ver a partir de ahora, Obama debería autoimponerse una orden de alejamiento ante cualquier teleprompter que se le acerque y ensayar seriamente los dos siguientes debates con alguien que guarde algún parecido con un ex gobernador de Massachusetts.
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