La reciente muerte de Manuel Fraga constituye también la muerte de un controvertido personaje que ha sabido amoldarse al poder en circunstancias tan diversas de nuestra historia reciente como la dictadura, la Transición, o la actual democracia.
Dado que sesenta años de trayectoria política es tiempo más que suficiente para no dejar indiferente a nadie -y Fraga nunca lo pretendió-, la pérdida del Gran Timonel, se divide irremediablemente entre quienes lloran la desaparición del hombre que logró aglutinar entorno a unas siglas al grueso de la derecha española -además de ser uno de los padres de la Constitución-, y aquellos que aún recuerdan el activo papel que desempeñó sin cargo de conciencia alguno durante los últimos años de la dictadura.
Apenas dos años después de la muerte de Franco, Fraga concurrió a las elecciones de 1977 con un nuevo partido a quien se le atribuye su fundación: Alianza Popular (AP). Eran los tiempos de los cierres de mitin donde el ¡Que viva España! de Manolo Escobar se alternaba con el beso de rigor a la rojigualda aguilada, esperando que el llamado franquismo sociológico hiciera el resto. Sin embargo, hubo que esperar a la descomposición de la UCD -que junto al PSOE suponía el bipartidismo de la época-, para que tanto Fraga como su partido pudiera beneficiarse de un parcial trasvase de votos, lo que no impidió su decisión de dimitir como presidente de su partido ante los malos resultados de las elecciones de 1986, siendo relevado por Antonio Hernández Mancha.
Tras un paréntesis en el que ejerció como diputado en el Parlamento Europeo, Fraga presidió a su vuelta el refundado Partido Popular, del que también dimitiría en favor de un desconocido Jose María Aznar -pese a su preferencia por convertir a Isabel Tocino en la Margaret Thatcher patria-. Tan solo un año después y hasta 2005, Fraga se retiró a Galicia, de la que hizo su particular feudo, gobernando la Xunta durante cuatro legislaturas consecutivas ensombrecidas, entre otras cosas, por la penosa gestión de la crisis del Prestige.
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